La <<mala madre>> en Palabras que reservo para las tinieblas de Zoila Capristán
                                                                                
                                                            Por Carolina O. Fernández




Palabras que reservo para las tinieblas (Vagón Azul, 2021) de Zoila Capristán, su esperado segundo poemario, constituye una poética testimonial contada a través de la voz poética de una niña que nos recuerda que el acto de ver llega antes que las palabras, como bien lo precisa John Berger. Así, la niña cuenta, a modo de raconto, las imágenes de violencia que aparecen y reaparecen en su memoria como testigo de vista en el pueblo de Chilete, distrito de Contumazá en Cajamarca. Violencia de la república que se reproduce en la madre, en el padre, en la familia, en el sacerdote del pueblo.  La niña, que no se siente amada desde el nacimiento,  ve y sufre -antes de hablar- el huayco, la peste mortal que  arrasa con la vida de tantas niñas y niños, la desaparición de la gente del pueblo y de los animales, el padre que tapia las puertas, la madre que cose la boquita. La niña y su familia vive en una atmósfera social y emocional que nos recuerda a Pedro Páramo.

La madre, como afirma en preludio, no quería tener más hijos; pero entendemos que la presión social  que circunscribe la vida de las mujeres a la reproducción de la especie, no le permitió ser dueña de su propio destino y toda esa frustración recayó con violencia en la pequeña. No es fácil la maternidad y sobrevivir con siete hijos en condiciones tan adversas tampoco es tarea sencilla. Las madres aprenden a engullir su propio sufrimiento, aunque no siempre pueden hacerlo.

La niña, que se siente mejor con los seres no humanos, su madre y su familia viven en un contexto de profundas desigualdades, conflictos y de peste de sarampión que arrasó con la vida de la población infantil. Por cierto, no se puede pedir a la niña que comprenda esta atmósfera social y emocional tan hostil, ella se sentía no amada y este acontecer constituye una herida cuya latencia parece redimirse mediante  la escritura: “- Descoseré mi boca, hablaré por los que callan, he de mostrar el horror, han de saber que detrás del jardín de una casa existe la habitación del espanto”.

Su poética nos recuerda el testimonio de Asunta Quispe, pareja del recordado cargador Gregorio Condori Mamani. Asunta Quispe perdió a la mayor parte de su familia en la peste que asoló al país en los años 40 del siglo XX, solo sobrevivieron ella y su madre. Desde entonces el carácter de su madre cambió, se tornó tan  agresivo que finalmente la niña Asunta decidió escapar de la hacienda en la que sirvió toda su familia. Después de la peste, el conjunto del trabajo en la hacienda recayó en la madre y en ella.

Los 52  textos  que componen Palabras que reservo para las tinieblas invitan a reflexionar en torno a diversos tópicos y configuran  tropos trágicos de la existencia en busca de caminos que  afirmen  la vida. En ese acontecer,  los ensueños de la niña siguen reencontrándose con la madre :

 “—Ayer soñé con mamá, su casa era solo de carrizos, el barro que cubría la casa vieja ya no estaba, el piso era inclinado y quebrado. Miré al techo vi las nubes. Temblorosa y asustada se aferró a mi abrazo.

Sin encontrar la salida nos acariciamos la frente convencidos que ya no hay retorno, que nuestra piel jamás volverá a ahogarse en el río, que la celda donde me desnudan es un lugar seguro, que las flores de plástico tienen aroma, que el crujido de las puertas de hierro es el cantar de los pájaros.

—Ahora solo hablamos por gestos; las palabras se reservan para las tinieblas.”

Finalmente, no todo está perdido. Los sentidos de la vista, del oido, el tacto y la historia personal  ubican la voz poética y narrativa de la niña en el mundo y descubre  la música que emerge de los ríos y en las hojas desparramadas por el viento.



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