No queremos cazar la noche
Carolina O. Fernández (2019). No queremos cazar la noche. Lima, Hipocampo Editores, |
A Nadie
Una madrugada de verano entre las calles enjauladas de la capital, madre extraviada posó errabunda sobre el techo de una vieja casa y yo arribé a esta pequeña estrella parecida a un globo de helio con sabor a aguaymanto y capulí.
Soy Nadie.
Y tú quién eres?
Vivimos en un barrio sencillo abierto a los ojos de un eidolado mundo lleno de árboles y piedras que se veían como un gran horizonte lunar. Y había una cruz luminosa que se miraba a la distancia y acompañaba las oraciones a la estrellita del sur. Mamá siempre estaba trabajando porque padre se olvidaba del nido y yo acompañándola me acostumbré a su silencio, y su silencio por las noches se convertía en el cantar de los grillos, y el cantar de los grillos en una proclama intermitente. Mamá decía que podían anunciar desgracia y yo rogaba al sol y a papalindo (así le llamaba la vecina que a veces nos cuidaba) que no ocurriese nada malo. Algunas noches de luna llena, cuando se iba el mal humor, recostadas sobre el césped, veíamos las estrellas y viajábamos al interior de ellas. Mamá hablaba de la inmensidad de la creación, yo le contaba lo que veía al interior de los claros de la Luna, aprendí a deletrear las nubes pequeñas y redondillas y a descubrir los fantasmales sueños cuando tomábamos el tren al mediodía y volvíamos bien entrada la luna. Todos cuentan que cuando mamá sonreía alumbraba el horizonte. Y es verdad, yo aún anido en su sonrisa.
Nací de ti
mi río
puente de piedra
alud
mi cuerpo bañado en ti
mi río
Célebres muchachas y muchachxs
armadxs de ríos de palabras
exorcizan las heridas incrustadas en el cuerpo
Escuchan sin la ansiedad
de los celos velados del lenguaje
escuchan en sosiego
el llamado de la tierra
que se encuentra en la marea cotidiana
de tu fuente
hasta que estalla la lengua
en la vulva roja de la verdad incardinada
porque mi cuerpo bañado en ti
mi río
atraviesa todos los tiempos
la noche en su preludio más oscuro
acuarios y candil
en su máximo esplendor
Hay una tierra hermosa
Donde todos tus sueños se hacen realidad
Todo está atado en un arcoíris
Todo brillante y nuevo
Pero no es fácil de encontrar
Nina Simone
Para N:
Íbas de madrugada al mercado más grande de la ciudad, cubierto de charcos pestilentes que saltabas como si brincaras la tablita. Niñxs con grandes bultos sobre sus espaldas, carretillas y griterío circulante. Las mujeres amamantaban a sus peques mientras ofrecían suculentos desayunos entre vasos, platos y cubiertos desechables. Te azoraba que nadie comprara las empanadas que preparabas con tu madre, había tanta gente que te inquietaba extraviarte en sus sueños de porcelana. Entre humus de melancolía, al amanecer volvías como un pez apiñado en el ómnibus más antiguo de la provincia, entregabas a tu madre lo vendido, te alistabas para ir a la escuela sin querer porque odiabas la sonrisa socarrona de las niñas y la metida de mano de los chicos. Cuando alguien te llamó marica no entendiste sino unos años después en que te expulsaron de la escuela. Nunca olvidaré el año que llegué, fuiste el único que no se burló de mi hablar cajamarquino ni de mis largas y surcadas trenzas, fuiste el único que comprendió mi llanto aquella mañana en que sentí mis piernas húmedas en el mismo bus atosigado al que subimos juntos y te diste cuenta que me sentí talada como un árbol o rota como el bello Cometa de Vientre Gris que murió en mis brazos.
Jugando a la ronda casi olvidamos el huayco que arrasa con el alma de lxs niñxs que se sienten profanadxs, digo casi, porque lxs niñxs son profanadxs una y otra vez y nadie se da cuenta.
Un día me perdí en la noche
un día nocturno
tan oscuro como la luz
recuerdo mis pies mojados en la orilla
Carolina O. Fernández |
Cerró el cuaderno. Le puso el punto final a sus anotaciones, sopló la velita y como todas las noches colocó unos tampones en las largas orejas de Lara para que no escuchara los estruendos galopantes de la noche que sacudían su cuerpo y crispaba los cristales de sus ojos. La colocaba en una cajita y la ponía a escondidas sobre su cama. Ella creía en los ángeles y Lara lo era.
Para N:
Al día siguiente de cumplir los quince, ingresaste por la puerta destinada al personal, te mostraron una silla con su máquina de escribir. Era una Remington de formato grande como la usada por Martín Adán. Empezaste a tipear cuadros y recuadros a gran velocidad. Habías dicho que eras una experta mecanógrafa y nadie percibió que sólo escribías con los índices. Cambiaste una y mil hojas. A la hora del refrigerio te refugiabas en Las flores del mal, en Madame de Rênal y Julien Sorel, en el bello acordeón de C. Oquendo de Amat y la espiritualidad salvaje de Antonin Artaud. Era tu primera chamba oficial en una empresa que fabricaba aceites, shampoo para niñxs y cremas de afeitar para los perros. A las seis de la tarde ibas al paradero, los autos se detenían y te invitaban a subir. Avergonzada te preguntabas si llevabas algo en lo más profundo de tu ser y despertó en ti la curiosidad de saber cuánto pagaban a las jóvenes que ingresaban a un local envuelto de misterio, muy cercano a tu trabajo. Cuando madre se enteró que ibas hasta ese lugar de la ciudad, conocido como la mancebía más famosa de aquellos tiempos, no te dejó volver más. La verdad es que yo extrañaba los cómics y los diarios que colgabas todos los días en el kiosko de la esquina.
(Y ahora escribes desde allí desde la mancebía más famosa de estos tiempos
por qué preguntas quién soy)
No conocí a la abuela
No sentí sus buenos días
ni su risa de la tarde
Pero todos los sábados
viajo al cosmos
en una hermosa alfombra
que conserva el calor
de sus mejillas
Ella teje y canta
en el aleteo de las ramas
cuando Luna se acuesta
en su rodilla
antes deposita en mis manos
un puñado de cuentas remendadas
que viajan al futuro
a donde siempre se pone el Sol
que huye de la guerra sempiterna
Cuando remienda los rayos de Luna
levanta el entrecejo y sonríe
la cadencia noctambular
sombras regresan una y otra vez.
sombras que apaciguan
Queridxs N:
Cuando fuimos estudiantes extrañábamos que nadie en clase hablase de nosotras. Preparábamos el pan de cada día, lavábamos la vajilla y la ropa guarra, tejíamos hermosas telarañas y cumplíamos más de ocho horas moldeando camisas, cortando pieles, abotonando el día, moldeando el tiempo y viajando entre polluelos y cucardas. Cumplíamos tres jornadas y nos sorprendía que sólo algunas novelas, películas, autobiografías y canciones que leíamos, veíamos y escuchábamos en los parques hablasen de las mujeres. A veces ellas mismas tomaban la palabra: Madame Bovary, Asunta, Sisi Emperatriz, Sula, Marcela Yupanqui, Isadora Duncan, Domitila Chúngara, Victoria Santa Cruz, Anïs Nin, la Pastorita Huaracina, Madonna o la gran Nina Simone. En los partidos, que hacían honor a su nombre, se hablaba de los derechos de las mujeres pero se las seguía relegando y recortando a perfiles inocuos.
Un verano en los años 80, de vacaciones en la universidad y del trabajo, se nos ocurrió un curso titulado Visión interestelar de las Mujeres. Mis camaradas me apoyaron en su organización, y trabajamos de hombro a hombro entre sonrisas, fiesta y música, como debe ser. La concurrencia fue notable. Hablamos de la relación entre nuestras glándulas, nuestros nervios y fluidos, el capital, el cosmos, la electricidad solar y el trabajo; de sus repercusiones en la intimidad de nuestras vidas. Fundamos un instituto con el nombre de un autodidacta amante de la ventana sin reflectores, emocionaba que tanta gente superara las adversidades. La mayoría de nuestro colectivo venía de la universidad de la calle.
Organizamos tertulias y los fines de semana llevábamos Amor y Anarquía, Ladrón de Bicicletas, La Strada, el Acorado Potetkim a los sindicatos / Nos quedamos con El Retrato de Teresa. Comprendimos que primero es el agua, segundo la rumba, la tierra redonda, el aire y verso libre. Fueron hermosas proyecciones compartidas. Durante la dictadura nos reuníamos en los lugares más insospechados. Entre casitas de esteras, el litoral costero y a cuatro mil quinientos metros hacíamos el amor, recorríamos mercados, subíamos cantando a las lomas más altas. Se gestaron celebradas exposiciones fotográficas: la historia de la conquista de las ocho horas y la historia del partido y sus incontables fracciones. Visitábamos todos los archivos y las bibliotecas del horizonte lunar, mientras nos nutríamos de Hojas de hierba, de La mano desasida, Los recuerdos del porvenir, de los paros contra la dictadura y la operación cóndor. Hacíamos todo esto porque ansiábamos más vida y más poesía.
Yo perdí el corazón, una tarde lejana
José Escajadillo
Recuerdo que estuve con usted
en la Habana
recuerdo su cabello largo
su vestir rosa negra
¿Era yo? ¿su tradición?
su allienígena imaginada un ave silvestre
dudo que usted haya estado conmigo
pero no dudo que usted estuvo en la Habana
No dudo que sentí su atardecer
y su sombra una tarde lejana que paseaba
por sus empedradas calles
Dejó el libro sobre una de sus ramas y sonrió
sentí su dedos larguísimos
Usted ama la poesía
somos la imperfección humana
Suspiró y escribió algo ilegible
sobre la palma del albatros
encendió la orquídea
la verdad del icaro en la profundidad
del río
Usted recordaba los días de cortamonte
el tatuaje ardiente de trabajador en una usina
de viajero indomable de chico buarque
amable y venturoso
Un día emprendió el último viaje
y se quedó por siempre conmigo
pero no en la Habana
se quedó en el silencio
Querida N,
Te recuerdo casi niña escribiendo con la voz socarrona, protestando como una loba porque la maestra de lenguaje dijo lo que dijo de tu abuelo. Por tu altura, tu impertinencia, tu humor travieso que mordía sobresalías entre las demás niñas que reían o se espantaban de tu locura y de la mía. Llevabas puesta una blusa blanca de manga corta y la falda gris del uniforme escolar que cada vez más dejaba al aire tus muslos y el director del colegio que decía que te cubras y te cubras, que el colegio no era playa de nudistas. Y no comprendía que así fuese invierno llevabas la misma falda y raída blusa blanca sin abrigo. No sentía que tiritabas de frío y de ausencia y mi cuerpo y mi alma también tiritaban, por eso bailábamos con nuestros zapatos viejos.
A veces nos pedías hojas sueltas porque no tenías para comer y menos para comprar cuadernos ni para abrigarte el corazón. Una que otra profe te alcanzaba algunas hojas cuadriculadas o rayadas y así apuntabas las clases, las tareas y las horas muertas mientras el frío quería ingresar a tu espíritu y tú lo vencías bailando otra vez el aserejé encima de la mesita que hacía de carpeta o el alcatraz sin zapatos y los chicos prendían la velita siguiendo tus pasos. Y yo admiraba que así y todo siempre sacaras las mejores notas y que fueses la primera en cantar en las actuaciones con tus trenzas a lo Bob Marley.
Para no ayunar todos los días vendías batitubos y gelatina. Velabas porque no haya metales pesados en la sangre de los gemelos, afrontabas con ese humor travieso la tremenda e incansable tarea de vestirlos y acurrucarlos. El 28 de julio llevabas la bandera marchando por las avenidas y jirones de Tahuantinsuyo.
Desde que terminaste el colegio no te volví a ver. Un sorpresivo día apareciste con tu cabellera larga que jamás laciaste, moviendo las caderas entre las vedettes del programa de mayor rainting en la tv, sonreías con aquella risa agridulce y socarrona que te acompañó la época en que bailabas el aserejé.
Esa es la imagen que sobresalía aquella mañana gris en los diarios chicha colgados en los kioscos que me angustió y paralizó el corazón. Decidiste ingresar al mar como Woolf y Storni. Me sentí una vez más waqcha, cobarde, inútil, porque a veces yo también quisiera hacerlo y no me atrevo. Sé que luchaste hasta el final y que tu historia no se perderá en las orillas del mar.
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